“65 a 0: El día que Canelo tocó la leyenda y juntos sembraron el futuro del boxeo mexicano”

El eco de los vítores aún retumbaba en los pasillos del T-Mobile Arena mientras los últimos aficionados salían emocionados, hablando a toda prisa sobre la hazaña que acababan de presenciar. Saúl “Canelo” Álvarez, a sus 34 años, acababa de alcanzar su victoria número 65 como profesional, igualando la cifra exacta que marcó la era dorada de Julio César Chávez antes de su primera derrota.
Pero lejos de las cámaras, la verdadera pelea se desarrollaba en silencio. En un vestuario apartado, el campeón tapatío se sentó solo frente a un espejo. Sus manos vendadas descansaban sobre sus rodillas, y sobre una pequeña mesa a su lado, un sobre blanco esperaba desde hacía doce años. Dentro, una carta escrita tras su derrota contra Mayweather en 2013. Una carta que no era para los medios, ni para los fans. Era para su ídolo.

Minutos después, un golpe suave en la puerta interrumpió la introspección. Eddie Reynoso, su inseparable entrenador, entró y susurró: “Saúl, ya está aquí”. Y entonces, entró Julio César Chávez. A sus 62 años, con la elegancia discreta del que no necesita presentación, el César del boxeo se acercó al joven campeón. Lo abrazó. Y lo llamó “campeón”.
La conversación fue técnica al principio. Hablaron de los ajustes tácticos, del uso de los uppercuts, de cómo Canelo manejó la distancia. Pero pronto, el momento viró a algo más íntimo. Canelo tomó el sobre, se lo entregó a Chávez y le contó sobre su infancia en Guadalajara, vendiendo paletas heladas con un recorte de periódico plastificado que mostraba la victoria épica de Chávez sobre Meldrick Taylor. “Ese recorte fue mi talismán”, confesó.
Dentro del sobre, una carta fechada en septiembre de 2013, escrita por un Canelo herido, pero decidido. En ella se leía: “No solo fallé como boxeador, sentí que fallé a México. Pero usted me enseñó a no rendirme.” Lo que más conmovió a Chávez no fueron las palabras iniciales, sino las notas escritas al margen, actualizadas a lo largo de los años, marcando cuándo y cómo Canelo iba cumpliendo cada promesa: mejorar su defensa, perfeccionar su contragolpe, conquistar nuevas divisiones de peso.
Chávez, visiblemente emocionado, no pudo ocultar las lágrimas. “Esto no es solo una carta. Es la prueba de que mi legado sembró algo real”, dijo. Y en un gesto que hizo temblar al propio Canelo, sacó de su maletín un guante rojo, desgastado: el guante derecho con el que había conectado el golpe final a Meldrick Taylor en 1990. “Este guante no merece estar en un museo. Merece estar contigo”, afirmó Chávez, colocando la reliquia en las manos del joven campeón.
El momento no terminó ahí. Chávez sacó un segundo sobre: su respuesta. “No la leas ahora. Hazlo en silencio, como yo lo hice con la tuya”. Se abrazaron otra vez. Ya no como ídolo y fan, sino como eslabones de una misma cadena.
En la rueda de prensa posterior, un periodista le preguntó a Canelo qué significaba igualar el récord de Chávez. El silencio se apoderó de la sala. Y entonces, con humildad, respondió: “No estoy a su nivel. Lo que él logró va más allá de números. Si hoy los boxeadores mexicanos podemos firmar contratos históricos, es porque él abrió ese camino”.
Un mes después, se anunció la creación de la Academia Chávez Álvarez, un proyecto educativo y deportivo sin precedentes en México. Más allá del ring, formaría ciudadanos, líderes, y sí, campeones. En su inauguración, sellaron en una cápsula del tiempo tres objetos: la carta original de Canelo, la respuesta de Chávez y el guante histórico. Sería abierta dentro de 25 años, cuando una nueva generación de campeones haya emergido.
Julio César Chávez cerró la ceremonia con una reflexión: “El boxeo no es solo golpes ni títulos. Es inspiración. Es legado. Y este –miró a Canelo– está en buenas manos.”