“Perdí sin que me pegaran un solo golpe”: El lamento de William Scull que encendió la indignación tras la pelea más decepcionante del año

Riad, Arabia Saudita – Las luces del estadio se apagaron, los fuegos artificiales se extinguieron en el cielo nocturno del desierto, y entre el eco de los aplausos y los bostezos de una multitud confundida, William Scull caminó hacia el vestidor.

No tenía sangre en el rostro. No mostraba cortes, ni señales visibles de una guerra en el ring. Pero sus palabras, dichas con rabia contenida, retumbaron como un gancho inesperado en la conciencia del boxeo mundial: “Perdí la pelea sin que me pegaran un solo golpe. Esto es boxeo.”

Y con esa frase —mitad queja, mitad epitafio— comenzó una tormenta.

El espejismo de la esperanza cubana

Scull, invicto hasta entonces, llegó a Arabia Saudita como el outsider elegante: con técnica, físico y una promesa no dicha de representar al boxeo cubano moderno con dignidad. No era Gamboa. No era Rigondeaux. Pero para algunos, era un nuevo capítulo. Lo veían como el símbolo de un futuro sin exilio ni servidumbre, como un hombre que podía hacer sudar al ídolo tapatío, Saúl “Canelo” Álvarez.

Pero el combate fue cualquier cosa menos eso.

El mexicano dominó con tranquilidad quirúrgica. No por agresividad, no por castigo, sino por cálculo. Scull se movía, amagaba, lanzaba jabs al aire, pero nunca encontró el momento. Y Canelo, sabiendo que el reloj jugaba a su favor, simplemente neutralizó cada intento con el oficio de quien ya ha estado ahí demasiadas veces.

Al sonar la campana final, los jueces no dudaron: victoria unánime para el campeón indiscutido. Y fue ahí, ante los micrófonos, donde Scull soltó su frase amarga.

Crónica de una desilusión

“No me tocaron. No me golpearon. No me ganaron,” repitió en voz baja, mientras su equipo recogía los guantes. Pero lo que muchos vieron no fue un robo. Fue una clase de boxeo posmoderno: sin drama, sin intercambio, sin riesgo. Un duelo de estrategia en el que uno jugó ajedrez y el otro nunca supo en qué tablero estaba.

Para la afición cubana, que lo siguió desde la isla y desde el exilio, la decepción fue doble. Se esperaba al menos una resistencia. Una caída digna. Pero Scull no cayó: simplemente desapareció del combate.

Y para los mexicanos que ya no creen en Canelo, que quieren verlo caer, que exigen rivales con hambre real, la noche fue otra burla más. Otra pelea vendida como guerra que termina en monólogo.

El silencio del campeón

Canelo, por su parte, no celebró con euforia. Sabía lo que había ocurrido. Sabía que había ganado, pero no conquistado. En la conferencia posterior, con semblante tranquilo y respuestas medidas, evitó provocar. “Él vino a no perder, no a ganar”, dijo sobre Scull. Y luego bajó la mirada, como si ya estuviera pensando en otra cosa.

La prensa mexicana fue implacable. Titulares como “Combate sin alma”“Canelo gana, el boxeo pierde”, o “Scull: el rival que nunca llegó” se multiplicaron. Las redes sociales ardieron en memes y críticas. Algunos pedían el retiro de Canelo, otros exigían a gritos un enfrentamiento con David Benavídez. Pero todos coincidían en algo: esa pelea no quedará en la memoria colectiva del boxeo.

¿Y ahora qué?

William Scull regresará a su campamento con un récord manchado no por una paliza, sino por la nada. Su estilo defensivo y su falta de iniciativa le costaron más que una derrota: le costaron la credibilidad. Para Cuba, el futuro sigue en pausa. Para Canelo, la pregunta es la misma de siempre: ¿quién sí?

La frase “Perdí sin que me pegaran un solo golpe” será recordada. No como una denuncia heroica, sino como el resumen perfecto de una noche donde el boxeo se ausentó, donde el talento no bastó, y donde el ring fue testigo de algo peor que una derrota: la indiferencia del espectáculo.

Y en medio del polvo saudí, entre cinturones brillantes y cámaras apagadas, quedó claro que no basta con subir al ring. Hay que pelear. Hay que incendiar. Hay que dejar el alma.

 

Porque si no hay golpe, no hay gloria.

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