En el corazón de la selva de Chiapas, donde la bruma acaricia las antiguas pirámides de Palenque, se encuentra un enigma que ha cautivado al mundo: la tapa del sarcófago de K’inich Janaab’ Pakal, el gran rey maya. Este artefacto, descubierto en 1952 por el arqueólogo Alberto Ruz Lhuillier en el Templo de las Inscripciones, no es solo una reliquia de una civilización perdida, sino una ventana a un misterio que trasciende el tiempo. La losa de cinco toneladas muestra a Pakal, fallecido en el año 683 d.C., en una postura que parece desafiar la gravedad: inclinado hacia adelante, con las manos en lo que podrían ser controles, rodeado de glifos, llamas y formas que evocan una máquina celeste. ¿Es esta la imagen de un rey en un viaje espiritual, o algo mucho más intrigante?

Para los mayas, según los expertos, esta escena representa a Pakal descendiendo al inframundo, sentado sobre el “árbol del mundo”, un símbolo sagrado que une el cielo, la tierra y Xibalbá, el reino de los muertos. Flanqueado por representaciones del maíz y el dios solar K’inich Ajaw, el relieve refleja la cosmovisión de un pueblo obsesionado con los astros. Sin embargo, en la década de 1960, el escritor Erich von Däniken propuso una teoría que encendió la imaginación global. En su libro Recuerdos del Futuro, sugirió que Pakal no era un chamán en trance, sino un astronauta manipulando una nave estelar. Los detalles tallados —pedales, tubos, y lo que parece un motor— desafían la lógica de una civilización de hace 1,300 años. ¿Cómo es posible que una cultura sin tecnología moderna creara una imagen tan evocadora de un viaje espacial?
La precisión astronómica de los mayas alimenta aún más la curiosidad. Su calendario de la Cuenta Larga, capaz de predecir eclipses y alinear pirámides como las de Chichén Itzá con el movimiento de Venus, demuestra un conocimiento del cosmos que parece casi sobrenatural. Las serpientes emplumadas y discos alados que aparecen en sus glifos han llevado a algunos a preguntarse si los mayas recibieron guía de seres de otros mundos. Los escépticos, sin embargo, sostienen que no hay necesidad de hipótesis extraterrestres. Los mayas, maestros de la observación celeste, construyeron observatorios como el Caracol en Chichén Itzá y calcularon ciclos planetarios con una precisión que rivaliza con la ciencia moderna. Pero entonces, ¿por qué la imagen de Pakal es tan única? A diferencia de otras representaciones mayas, que suelen mostrar a los reyes en posturas estáticas, esta escena vibra con dinamismo, como si Pakal estuviera al mando de algo más grande que la vida misma.

El misterio de la tapa del sarcófago no se limita a su diseño. Los glifos que la rodean, intrincados y llenos de simbolismo, podrían contener un mensaje codificado, una profecía o un conocimiento perdido en el tiempo. Palenque, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, sigue siendo un lugar de peregrinación para arqueólogos, historiadores y curiosos que buscan respuestas. Cada año, miles de visitantes recorren sus senderos, maravillados por la majestuosidad de sus templos y la profundidad de su legado. La tumba de Pakal, oculta durante siglos bajo la selva, parece susurrar una invitación: mirar al cielo y cuestionar lo que creemos saber sobre el pasado.
Ya sea que Pakal fuera un chamán conectado con los dioses, un rey que dominó los secretos del cosmos o, como algunos imaginan, un viajero estelar, su legado perdura. La imagen tallada en piedra nos reta a explorar los límites de lo posible. ¿Y si los mayas sabían más de lo que la historia reconoce? ¿Y si, en las profundidades de Palenque, yace la clave para entender nuestro lugar en el universo? Mientras las estrellas brillan sobre las ruinas, el “Astronauta de Palenque” sigue siendo un recordatorio de que el pasado aún guarda secretos, y que la verdad podría estar más allá de lo que alcanzamos a ver.