Antes de morir, la enfermera de Hitler, Erna Flegel, finalmente reveló lo que realmente sucedió en el búnker.

El secreto del búnker de Hitler revelado por su enfermera Erna Flegel

En los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, mientras Berlín se desmoronaba bajo el avance implacable del Ejército Rojo, una joven enfermera de 22 años, Erna Flegel, caminaba por los oscuros pasillos del búnker de Hitler. Durante 60 años, guardó silencio sobre lo que presenció en el corazón del colapsado Tercer Reich. No fue hasta 2005, poco antes de su muerte a los 94 años, que Flegel decidió compartir su relato, ofreciendo una perspectiva única y escalofriante sobre los últimos momentos de Adolf Hitler y su entorno. Esta es la verdad que mantuvo oculta, un testimonio que desentraña los últimos días del dictador nazi desde los ojos de quien estuvo allí, a pocos pasos de la habitación donde todo terminó.

Erna Flegel no era una figura conocida en los anales de la historia nazi. No hay fotografías suyas conocidas de esa época, y su nombre apenas emergió cuando, en 2001, una transcripción de una entrevista realizada por los interrogadores estadounidenses en 1945 fue desclasificada por la CIA. Sin embargo, su relato, revelado al periódico británico The Guardian en 2005, ofrece una visión sin adornos de los días finales en el búnker de la Cancillería del Reich. Flegel, quien comenzó a trabajar como enfermera de la Cruz Roja en la Cancillería en enero de 1943, se convirtió en testigo de un mundo aislado, donde la realidad se desvanecía y la desesperación reinaba.

En abril de 1945, Berlín era un campo de batalla. Los bombardeos aliados y las tropas soviéticas cercaban la ciudad, reduciendo el Tercer Reich a un puñado de calles devastadas. Flegel fue trasladada a una estación de emergencia en el sótano de la Cancillería, justo encima del Vorbúnker y el Führerbunker, donde Hitler y su círculo íntimo se refugiaban. Trabajando junto al médico de Hitler, Werner Haase, y el cirujano Ernst-Günther Schenck, Flegel atendía a soldados y civiles heridos que llegaban al complejo subterráneo. “Era una mujer estoica que no retrocedía ante las heridas espantosas de los heridos”, escribió Schenck en sus memorias, describiendo su fortaleza en medio del caos.

El búnker, un laberinto de concreto húmedo y mal iluminado, albergaba a los últimos leales al régimen nazi, incluidos Joseph Goebbels, su esposa Magda y sus seis hijos. Flegel, que se convirtió en una especie de niñera para los niños Goebbels, describió a los pequeños como “encantadores” y llenos de vida, a pesar del ambiente opresivo. Recordó cómo Hitler, a pesar de su deterioro físico y mental, encontraba consuelo en la presencia de los niños, compartiendo chocolate caliente con ellos y permitiéndoles usar su bañera, la única en el búnker. “Eran una gran alegría para él, incluso en los últimos días”, dijo Flegel al Guardian. Sin embargo, este pequeño destello de humanidad contrasta con la tragedia que pronto se desencadenaría.

A medida que los soviéticos se acercaban, la paranoia de Hitler se intensificó. Flegel lo describió como un hombre que había envejecido drásticamente: “Tenía mucho pelo gris y parecía al menos 15 o 20 años mayor”. Su mano derecha temblaba, y su movilidad estaba limitada tras el atentado contra su vida en julio de 1944. “En los últimos días, Hitler se hundió en sí mismo”, relató Flegel. Incluso dudaba de las cápsulas de cianuro que planeaba usar para quitarse la vida, temiendo que los agentes rusos las hubieran reemplazado con un polvo inofensivo. Cada comida que consumía era probada por dos hombres de las SS para detectar veneno, un reflejo de su desconfianza absoluta.

El 29 de abril de 1945, la noche antes de su suicidio, Hitler se despidió de su personal médico, incluida Flegel. “Salió de una habitación lateral, estrechó la mano de todos y dijo unas palabras amables. Y eso fue todo”, recordó. Al día siguiente, el 30 de abril, Hitler se disparó en la cabeza, mientras que Eva Braun, con quien se había casado horas antes, ingirió cianuro. Flegel no vio los cuerpos, pero confirmó que fueron llevados al jardín de la Cancillería y quemados. “De repente, había más médicos en el búnker. Supe que el Führer estaba muerto”, dijo. La ausencia de su “autoridad extraordinaria” dejó un vacío palpable en el búnker.

Flegel también compartió detalles desgarradores sobre el destino de los seis hijos de los Goebbels. Intentó persuadir a Magda Goebbels para que los salvara, pero la respuesta de Magda fue fría: “Los niños me pertenecen”. La noche después del suicidio de Hitler, Magda permitió que el dentista Helmut Kunz inyectara veneno a los niños, asegurando su muerte. “No salvar a los niños fue una locura, algo terrible”, lamentó Flegel, todavía conmovida por la pérdida de esos pequeños que nada tenían que ver con los crímenes de sus padres.

A diferencia de muchos en el búnker, Flegel no intentó huir cuando los soviéticos llegaron el 2 de mayo. Junto con Haase, Kunz y otra enfermera, Liselotte Chervinska, fue capturada por el Ejército Rojo y llevada al cuartel general del NKGB. Sorprendentemente, describió su trato por parte de los soldados soviéticos como humano. “Nos trataron bien. Nos permitieron seguir trabajando como enfermeras”, dijo. Permaneció en el complejo del búnker durante seis a diez días antes de ser liberada, un testimonio de su papel secundario en el régimen.

Tras la guerra, Flegel vivió en el anonimato, trabajando como enfermera y asistente social, viajando a lugares remotos como Ladakh y Tíbet. Nunca se casó, y su única reliquia de aquellos días era un mantel de la Cancillería del Reich que guardaba en su habitación en un asilo de ancianos en el norte de Alemania. Su decisión de hablar en 2005, según el tabloide alemán BZ, fue motivada por su deseo de no llevarse su secreto a la tumba. “No quiero que mi historia muera conmigo”, afirmó.

El relato de Flegel también arroja luz sobre las figuras secundarias del búnker. Despreciaba a Eva Braun, a quien describió como una “chica joven sin importancia” que “no destacaba entre una multitud de secretarias”. Por el contrario, admiraba a Magda Goebbels, a quien consideraba “una mujer brillante, en un nivel mucho más alto que la mayoría”. Sin embargo, su desagrado por Joseph Goebbels era evidente: “Nadie lo quería”, dijo, señalando su impopularidad incluso entre los leales al régimen.

La historia de Flegel, aunque no exenta de controversia debido a su admiración por Hitler, es un testimonio crudo de los últimos días de un régimen que se desmoronaba. Su perspectiva, como una enfermera que no formaba parte del círculo íntimo nazi, ofrece una visión única, desprovista de la grandiosidad de las memorias de figuras más prominentes como la secretaria de Hitler, Traudl Junge. Su relato, descrito por Richard Helms, exdirector de la CIA, como “historia sólida”, sigue siendo un documento valioso para comprender el colapso del Tercer Reich.

Mientras el mundo reflexiona sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial, las palabras de Erna Flegel resuenan como un recordatorio de la complejidad humana detrás de los eventos históricos. Su silencio de 60 años y su decisión final de hablar revelan no solo los detalles de un búnker en ruinas, sino también el peso de llevar un secreto que, incluso décadas después, sigue fascinando y horrorizando a quienes lo escuchan.

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